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viernes, 22 de julio de 2011

EL MANANTIAL



La escritora Ayn Rand admiraba profundamente la obra del famoso arquitecto Frank Lloyd Wright, un auténtico innovador de los cánones arquitectónicos convencionales en el siglo XX. Considerado un adelantado de su tiempo, sus creaciones revelan un profundo interés tanto por la primacía del individuo ante la masa borreguil, como por obtener la integración de los espacios arquitectónicos con el entorno en que se sitúan. La atracción es lógica y casi inevitable, teniendo en cuenta que Rand era la cara visible del objetivismo, movimiento filosófico cuyos principios guardan muchas coincidencias con los postulados que impregnaron la trayectoria artística de Frank Lloyd.



Museo Guggenheim NY, obra de Lloyd Wright


Tan es así que la vida y obra de Lloyd Wright sirvieron a Rand como punto de partida para construir a Howard Roark, protagonista de su novela El manantial, que resultó ser un best seller desde su publicación. Llevada al cine por King Vidor en 1949, el guión estuvo ferreamente controlado por la propia autora, quien albergaba la sospecha de que, sin su cercana supervisión, los estudios comerciales desvirtuarían el mensaje contenido en la obra literaria.




Gary Cooper es Howard Roark, un atípico arquitecto sólo fiel a sí mismo y dispuesto a quedarse sin trabajo antes que venderse a las corrientes imperantes. Esto le confiere un carácter bastante arisco y reservado que llega a extremos insospechados en algunos pasajes de la película. Una vez más, en esta ocasión se alzaron las críticas frente a Cooper, no por su interpretación en sí, sino por su aspecto físico, pues su apariencia era la de un hombre demasiado mayor para el papel. Y digo sólo su apariencia, pues es sabido que en sus últimas películas parecía casi un anciano, pese a que murió con 60 años recién cumplidos, no sin antes haberse sometido a un lifting facial sin demasido éxito, a la vista de los resultados.




Para Patricia Neal, por entonces amante del casado Gary Cooper, El manantial era su segunda película y el inicio de una irregular carrera salpicada por algunas aportaciones interesantes al Séptimo Arte. Aquí es Dominique Fracon, una mezcla de niña caprichosa de papá y mujer inteligente e innconformista con las cosas claras. Su primer encuentro con Roark, empleado en la cantera propiedad de su familia, deja a la muchacha perturbada para siempre. Dicho encuentro es famoso, además, porque las tomas del brazo de Cooper mientras perfora la roca han querido verse como un símbolo fálico a prueba de censores.




Raymond Masssey, actor canadiense al que recordaré siempre como el hermano feo de Cary Grant en Arsénico por compasión, interpreta al tercer vértice del triángulo, Gail Winand. Multimillonario y dueño del diario New York Banner, terminará casándose con la chica y simboliza al influyente hombre de negocios que maneja a sus semejantes como títeres entre la cima del éxito y los infiernos o, al menos, eso cree. 




Para completar el reparto, se nos presentan diversos personajes secundarios muy definidos y que representan otras tantas actitudes vitales, como el pusilánime Peter Keating, compañero de facultad de Roark ocupado en prosperar social y economicamente aunque tenga que arrastrarse ante los demás; ó el incisivo e influyente crítico de arquitectura, Elworth Toohey, todopoderoso controlador de las masas y auténtico creador de opinión.





Además, destaca la brillante ambientación musical de la película, que corre a cargo de de Max Steiner y colabora estrechamente a definir la personalidad de sus protagonistas principales. La maestría de Steiner es evidente, pero no extrañará a nadie si tenemos en cuenta que su carrera está plagada de éxitos y reconocimientos, entre otros, una veintena de nominaciones al Oscar. 




Aunque siempre he sentido cierta atracción por esta película, no me siento identificado con su canto al liberalismo extremo. No obstante, llama particularmente mi atención por los temas que toca en los tiempos de plenitud del Hollywood dorado, donde era poco frecuente desentonar con los argumentos convencionales. Supongo que el ferviente odio de Ayn Rand, rusa de nacimiento, hacia el comunismo y la alienación del individuo que lleva aparejada, ayudó al proyecto a salir adelante y a divulgar su mensaje cuando aún estaban calientes los cadáveres de la II Guerra Mundial, donde la novela se había erigido en una de las lecturas favoritas entre las tropas aliadas.




miércoles, 13 de julio de 2011

ME CASÉ CON UNA BRUJA

Ha llovido mucho, y se nota,  desde 1942, año en que el realizador francés René Clair dirigiera Me casé con una bruja. Al igual que tantos otros directores europeos en su particular conquista del Oeste, tuvo su etapa norteamericana, dirigiendo varias películas entre las cuales destaca sobremanera la que ahora nos ocupa.

Se trata de una comedia algodonosa e inocente, aunque la visión de la tan atractiva como atrayente Verónica Lake siempre merece la pena, pues tiene ese algo que sólo unos pocos consiguen: enamorar a la cámara y al espectador que les contempla. De lo contrario no podría explicarse que un retaco de apenas metro cincuenta que tampoco era Sarah Bernhardt,  se erigiera en auténtico sex symbol de la década de los cuarenta y quedara para siempre en la memoria colectiva como un mito del celuloide. Sin ir más lejos, recuerdo el homenaje que Curtis Hanson le ofreció hace algunos años en la interesante L.A. Confidential, (1997) donde Kim Basinger interpreta a una prostituta que se gana la vida, entre otras cosas, imitando ante su clientela a la rubia cuya melena cubría su ojo derecho.



En esta historia, la señorita Lake es Jennifer, una bruja del siglo XVII que termina en la hogera y cuya obsesión a partir de entonces no es otra que lograr la desdicha amorosa de todos los descendientes de su Torquemada particular. El azar y la magia consiguen que viaje al siglo XX y se enamore de su víctima, Wallace Wooley, encarnado por Fredric March, un gran actor que ni parece una estrella ni se le recuerda como tal, pese a tener sobradas cualidades a tal fin y dos premios Oscar en su haber. Y seguramente ese buen hacer logra que se vea química en la pareja protagonista, aunque hay quien diga que para March resultó insufrible soportar a su compañera durante el rodaje.

Fredric March
,
Jennifer no está sóla para alcanzar su cometido, porque su padre, al que da vida el gran actor secundario Cecil Kellaway,  le acompaña en su viaje en el tiempo. Con la idea de vengarse del heredero de su enemigo, luchará incluso frente a los sentimientos de su propia hija haciendo uso de cuantas tretas le permiten sus poderes mágicos.


Veronica Lake y Cecil Kellaway


Por otro lado, esta cinta nos brinda la ocasión para ver en escena a una principiante y joven Susan Hayward en el papel de Estelle, quien al tiempo de la entrada en escena de Jennifer está a punto de convertirse en la señora de Wallace Wooley y lo que parece más importante para ella, en la próxima Gobernadora consorte del Estado. Por aquella época, la joven Susan tenía veinticinco años y un breve currículum cinematográfico, que no evitó que destacase en este papel, donde se convierte en una mujer decidida y temperamental aunque un poco insoportable e interesada.


Susan Hayward


Tal vez fuera a causa de las limitaciones presupuestarias o como ingeniosa solución estética, pero lo cierto es que los efectos especiales de la película se solventan, en buena medida, mediante la utilización de humo y acostumbrados como estamos hoy en día a los más costosos y variopintos trucos audiovisuales, incluso provocan una sensación de ternura. 

He visto esta película un par de veces y me sigue pareciendo una comedia romántica de lo más ingenua, si bien hemos de considerar que fue rodada hace setenta años, aunque en su momento supuso el lanzamiento definitivo al estrellato de su protagonista femenina. Además, el tirón de Me casé con una bruja inspiró pocos años después un remake con James Stewart y Kim Novak como protagonistas y que llevaba por título Me enamoré de una bruja, así como la serie Embrujada, un gran éxito de la televisión norteamericana de los años sesenta.



lunes, 27 de junio de 2011

ENCUESTA: EPITAFIOS DE CINE

Tumba                                                                                                                                                       by jlastras

Leí por algún lado que María Isbert había mandado instalar sobre su tumba la inscripción "Por fin descanso". Eso me recordó que son muchos los actores, autores, guionistas y directores que quisieron dejar su impronta después de abandonar este mundo. No obstante, es cuestión debatida si alguno de los epitafios más conocidos son ciertos ó, por el contrario, se trata del resultado de leyendas urbanas. Más aún, os adelanto que uno de los que participa en esta encuesta  fue ideado por su propio usuario (Alfred Hitchcock), pero nadie se atrevió a colocarlo en su último lecho y que los atribuidos a Groucho Marx y Molière nunca existieron. En el caso de Orson Welles no está claro, pués sus restos reposan en la finca privada que el torero Antonio Ordoñez tenía en Ronda (Málaga). En todo caso, se trata de epílogos definitorios de la personalidad de cada uno de los que reposa debajo.


Que conste que esta encuesta no tiene connotaciones macabras o morbosas. Simplemente, es una manera de dejar en evidencia que la relación de la sociedad contemporánea con sus muertos cada vez es más estúpida. Hoy día, nuestra reacción frente a la muerte es no hablar de ella, creando un nuevo tabú que antes no existía. Y donde se crea un tema prohibido no hay duda que la sociedad presenta un síntoma de retroceso. Bueno, vamos allá con el resultado de las votaciones que habéis ido dejando en la página principal de Los ojos del kinetoscopio:

1º. Aquí yace Molière el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien (Moliére). 38% de los votos.

2º. Perdone que no me levante (Groucho Marx). 28% de los votos. 

. Lo hizo del modo difícil (Bette Davis). 14% de los votos

4º. Esto es lo que les pasa a los chicos malos (Alfred Hitchcock). 9% de los votos.

5º. No es que yo fuera superior. Es que los demás eran inferiores (Orson Welles). 9% de los votos.

Hasta la próxima encuesta y gracias, como siempre, por vuestra participación. 


domingo, 19 de junio de 2011

ANTONIO MORENO, PIONERO EN HOLLYWOOD


Antonio-Moreno
A veces perdemos, con una facilidad pasmosa, nuestra capacidad para atisbar lo que se muestra dos palmos más alla de nuestras narices. Tal vez sea por eso que muchos piensan en Antonio Banderas como el primer actor español que alcanzó el éxito en la meca del Cine. Sin embargo. mucho antes hubo otros, como su tocayo Antonio Moreno, pionero en Hollywood desde su llegada a principios del siglo XX.

Este actor madrileño, cuyo nombre real era Antonio Garrido, fue empujado por la necesidad a probar fortuna en la incipiente industria cinematográfica norteamericana. Emigró siendo muy joven y mientras desempeñaba trabajos de lo más variopinto comenzó a hacer teatro, hasta que en 1912 empezó su carrera en el cine mudo, donde rápidamente se desenvolvería como pez en el agua en papeles principales, entre compañeros de la talla de Lionel Barrymore, Mary Pickford, Lilian Gish, Gary Cooper y Greta Garbo.


Crestmount
Crestmount

Ayudado por su aspecto físico, llegó a convertirse en uno de los primeros latin lovers de Hollywood, dentro y fuera de las pantallas, sin que su éxito tuviera mucho que envidiar al del mismísimo Rodolfo Valentino. Tal vez por eso contrajo matrimonio en 1923 con la multimillonaria Daisy Canfield, junto a la que se instaló en la mítica mansión Crestmount. Allí, la flor y nata de la industria acudía con frecuencia a las que tenían merecida fama de ser las mejores fiestas de Hollywood, en los tiempos en los que Moreno vivía en la cresta de la ola y no paraba de trabajar.

Apoyado en la desahogada situación económica que le proporcionaba su prolífica y exitosa carrera, con la llegada del cine sonoro se produjo un parón en su trayectoria profesional, pues su marcado acento español le inhabilitaba para muchos papeles, aunque nunca dejara totalmente sus apariciones ante las cámaras. Aún no siendo comparable con su etapa de gran estrella del cine mudo,  unos años después resurgió dentro del consolidado cine sonoro, interviniendo en películas como Encadenados de Alfed Hitchcock, The black lagoon (rodada en 3D) ó Centauros del desierto, de John Ford.




El punto y final a una vida de película tuvo lugar en Beverly Hills en 1967, cuando ya se había retirado definitivamente del Cine una década antes. Aunque había regresado puntualmente a España en los años treinta para protagonizar María de la O, al lado de Pastora Imperio y Carmen Amaya, la trayectoria de Antonio Moreno sirve como botón de muestra de aquello tan español de que uno no puede ser profeta en su tierra, donde son pocos quienes vagamente recuerdan su existencia.



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