La escritora Ayn Rand admiraba profundamente la obra del famoso arquitecto Frank Lloyd Wright, un auténtico innovador de los cánones arquitectónicos convencionales en el siglo XX. Considerado un adelantado de su tiempo, sus creaciones revelan un profundo interés tanto por la primacía del individuo ante la masa borreguil, como por obtener la integración de los espacios arquitectónicos con el entorno en que se sitúan. La atracción es lógica y casi inevitable, teniendo en cuenta que Rand era la cara visible del objetivismo, movimiento filosófico cuyos principios guardan muchas coincidencias con los postulados que impregnaron la trayectoria artística de Frank Lloyd.
Museo Guggenheim NY, obra de Lloyd Wright |
Tan es así que la vida y obra de Lloyd Wright sirvieron a Rand como punto de partida para construir a Howard Roark, protagonista de su novela El manantial, que resultó ser un best seller desde su publicación. Llevada al cine por King Vidor en 1949, el guión estuvo ferreamente controlado por la propia autora, quien albergaba la sospecha de que, sin su cercana supervisión, los estudios comerciales desvirtuarían el mensaje contenido en la obra literaria.
Gary Cooper es Howard Roark, un atípico arquitecto sólo fiel a sí mismo y dispuesto a quedarse sin trabajo antes que venderse a las corrientes imperantes. Esto le confiere un carácter bastante arisco y reservado que llega a extremos insospechados en algunos pasajes de la película. Una vez más, en esta ocasión se alzaron las críticas frente a Cooper, no por su interpretación en sí, sino por su aspecto físico, pues su apariencia era la de un hombre demasiado mayor para el papel. Y digo sólo su apariencia, pues es sabido que en sus últimas películas parecía casi un anciano, pese a que murió con 60 años recién cumplidos, no sin antes haberse sometido a un lifting facial sin demasido éxito, a la vista de los resultados.
Para Patricia Neal, por entonces amante del casado Gary Cooper, El manantial era su segunda película y el inicio de una irregular carrera salpicada por algunas aportaciones interesantes al Séptimo Arte. Aquí es Dominique Fracon, una mezcla de niña caprichosa de papá y mujer inteligente e innconformista con las cosas claras. Su primer encuentro con Roark, empleado en la cantera propiedad de su familia, deja a la muchacha perturbada para siempre. Dicho encuentro es famoso, además, porque las tomas del brazo de Cooper mientras perfora la roca han querido verse como un símbolo fálico a prueba de censores.
Raymond Masssey, actor canadiense al que recordaré siempre como el hermano feo de Cary Grant en Arsénico por compasión, interpreta al tercer vértice del triángulo, Gail Winand. Multimillonario y dueño del diario New York Banner, terminará casándose con la chica y simboliza al influyente hombre de negocios que maneja a sus semejantes como títeres entre la cima del éxito y los infiernos o, al menos, eso cree.
Para completar el reparto, se nos presentan diversos personajes secundarios muy definidos y que representan otras tantas actitudes vitales, como el pusilánime Peter Keating, compañero de facultad de Roark ocupado en prosperar social y economicamente aunque tenga que arrastrarse ante los demás; ó el incisivo e influyente crítico de arquitectura, Elworth Toohey, todopoderoso controlador de las masas y auténtico creador de opinión.
Además, destaca la brillante ambientación musical de la película, que corre a cargo de de Max Steiner y colabora estrechamente a definir la personalidad de sus protagonistas principales. La maestría de Steiner es evidente, pero no extrañará a nadie si tenemos en cuenta que su carrera está plagada de éxitos y reconocimientos, entre otros, una veintena de nominaciones al Oscar.
Aunque siempre he sentido cierta atracción por esta película, no me siento identificado con su canto al liberalismo extremo. No obstante, llama particularmente mi atención por los temas que toca en los tiempos de plenitud del Hollywood dorado, donde era poco frecuente desentonar con los argumentos convencionales. Supongo que el ferviente odio de Ayn Rand, rusa de nacimiento, hacia el comunismo y la alienación del individuo que lleva aparejada, ayudó al proyecto a salir adelante y a divulgar su mensaje cuando aún estaban calientes los cadáveres de la II Guerra Mundial, donde la novela se había erigido en una de las lecturas favoritas entre las tropas aliadas.